Andar Humildemente ante Dios

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DOMINGO - 10:00AM & 1:00PM Worship Service | Miércoles - 7:00PM Servicio de Alabanza

by: JULIO GARDUNO

04/09/2024

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Miqueas 6:8 → “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios.”.

Andar humildemente ante Dios es la esencia de la ley, es su lado espiritual. Los diez mandamientos son una ampliación de este versículo (Miqueas 6:8). La ley es espiritual, y toca los pensamientos, los propósitos, las emociones, las palabras, las acciones; pero la exigencia Dios es dirigida especialmente al corazón.

Nuestro grande gozo es saber que lo que es exigido por la ley es proporcionado por el Evangelio: “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree.” (Romanos 10:4). Primero, en Él cumplimos los requerimientos de la ley, por lo que hizo por nosotros; y luego, por lo que obra en nosotros. Él nos conforma a la ley de Dios. Nos hace prestar a la ley, por Su Espíritu, la obediencia que no podríamos cumplir por nosotros mismos; no para justicia nuestra, sino para Su gloria. Nosotros somos débiles por la carne, pero cuando Cristo nos fortalece, la justicia de la ley es cumplida en nosotros, ya que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

La humildad que requiere nuestro texto (Miqueas 6:8), pertenece a la forma más elevada del carácter. Si ponemos atención, hay dos requisitos que preceden a la humildad, estos son: “… hacer justicia, y amar misericordia…”. Ahora, supongamos que un hombre tuvo la capacidad para alcanzar ambos requisitos en la norma divina o con la fuerza de Dios, ahora solo le tocará el humillarse ante Dios.

Si camináramos a la luz, como Dios es luz y tendríamos comunión con Él, tendríamos necesidad de caminar delante de Dios muy humildemente, mirando siempre a la sangre, pues incluso entonces, la sangre de Jesucristo nos limpia y continúa limpiándonos de todo pecado.

Si hemos realizado ambas cosas ─ hacer justicia, y amar misericordia ─, todavía tendríamos que decir que somos siervos inútiles, y que debemos humillarnos ante nuestro Dios.

Queridos amigos, si alguna vez pensaran que han alcanzado el punto más alto de la gracia cristiana, —casi desearía que jamás pensaran eso—, les pediría que no digan nada que se aproxime a la jactancia, ni exhiban ningún tipo de espíritu que semeje a que se están gloriando en sus propios logros, sino que deben humillarse ante su Dios.

Entre más gracia tenga un hombre de Dios, más sentirá su deficiencia de gracia. Toda la gente de la que he pensado alguna vez que pudiera llamarse perfecta delante de Dios, ha sido notable por su rechazo de cualquier actitud de arrogancia. El elogio que desprecian regresa a ellos con intereses. ¡Oh, seamos de esa mente! Los mejores hombres no dejan de ser hombres, y los santos más destacados son todavía pecadores, para quienes hay todavía una fuente abierta, para que puedan continuar lavándose en ella, con todos sus excelsos privilegios, para ser limpiados.

La humildad que requiere nuestro texto (Miqueas 6:8) es una humildad que implica una constante comunión con Dios. Observen que se nos dice que debemos “andar humildemente con nuestro Dios”. No sirve de nada que nos humillemos lejos de Dios.

Nunca faltaran esas personas “muy orgullosamente humildes”, muy jactanciosas de su humildad. Tan humildes, por un lado, pero lo suficientemente orgullosas para dudar de Dios. No dignos de aceptar la misericordia de Cristo, según ellos según su falsa piedad. En realidad, ese tipo de humildad es una humildad diabólica, no la humildad que proviene del Espíritu de Dios.

La humildad que proviene del Espíritu Santo nos lleva a humillarnos ante nuestro Dios; y, amada familia de la fe, la humildad que proviene del Espíritu Santo puede concebir una humildad más elevada y verdadera. Recordemos las palabras de Job: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza.” (Job 42:5-6).

Tú y yo podremos sentirte tan grande como queramos sobre todo cuando nos alejamos de Dios; pero cuando nos acerquemos a Él, con toda seguridad sentiremos nuestra realidad, tal como lo expresa una antigua alabanza: “Entre más tus glorias deslumbren mis ojos, en un lugar más humilde me tenderé”. Podemos estar seguro de que eso sucederá así.

La condición nuestra de humildad o de orgullo puede en cierta forma un tipo de termómetro con la capacidad de medir el nivel de nuestra comunión con el Señor. ¿Recuerdan estas palabras?: “Es necesario que él crezca”, dijo Juan el Bautista acerca del Señor Jesús, “pero que yo mengüe”. Las dos cosas van juntas. Debes “andar humildemente ante nuestro Dios”.

Familia de la fe, atrévete a cumplirle a tu Dios, tenlo como tu Amigo diario, sé lo suficientemente intrépido para ir a Aquel que está detrás del velo, habla con Él, camina con Él como un hombre camina con su amigo íntimo; pero humíllate ante tu Dios.

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Miqueas 6:8 → “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios.”.

Andar humildemente ante Dios es la esencia de la ley, es su lado espiritual. Los diez mandamientos son una ampliación de este versículo (Miqueas 6:8). La ley es espiritual, y toca los pensamientos, los propósitos, las emociones, las palabras, las acciones; pero la exigencia Dios es dirigida especialmente al corazón.

Nuestro grande gozo es saber que lo que es exigido por la ley es proporcionado por el Evangelio: “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree.” (Romanos 10:4). Primero, en Él cumplimos los requerimientos de la ley, por lo que hizo por nosotros; y luego, por lo que obra en nosotros. Él nos conforma a la ley de Dios. Nos hace prestar a la ley, por Su Espíritu, la obediencia que no podríamos cumplir por nosotros mismos; no para justicia nuestra, sino para Su gloria. Nosotros somos débiles por la carne, pero cuando Cristo nos fortalece, la justicia de la ley es cumplida en nosotros, ya que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.

La humildad que requiere nuestro texto (Miqueas 6:8), pertenece a la forma más elevada del carácter. Si ponemos atención, hay dos requisitos que preceden a la humildad, estos son: “… hacer justicia, y amar misericordia…”. Ahora, supongamos que un hombre tuvo la capacidad para alcanzar ambos requisitos en la norma divina o con la fuerza de Dios, ahora solo le tocará el humillarse ante Dios.

Si camináramos a la luz, como Dios es luz y tendríamos comunión con Él, tendríamos necesidad de caminar delante de Dios muy humildemente, mirando siempre a la sangre, pues incluso entonces, la sangre de Jesucristo nos limpia y continúa limpiándonos de todo pecado.

Si hemos realizado ambas cosas ─ hacer justicia, y amar misericordia ─, todavía tendríamos que decir que somos siervos inútiles, y que debemos humillarnos ante nuestro Dios.

Queridos amigos, si alguna vez pensaran que han alcanzado el punto más alto de la gracia cristiana, —casi desearía que jamás pensaran eso—, les pediría que no digan nada que se aproxime a la jactancia, ni exhiban ningún tipo de espíritu que semeje a que se están gloriando en sus propios logros, sino que deben humillarse ante su Dios.

Entre más gracia tenga un hombre de Dios, más sentirá su deficiencia de gracia. Toda la gente de la que he pensado alguna vez que pudiera llamarse perfecta delante de Dios, ha sido notable por su rechazo de cualquier actitud de arrogancia. El elogio que desprecian regresa a ellos con intereses. ¡Oh, seamos de esa mente! Los mejores hombres no dejan de ser hombres, y los santos más destacados son todavía pecadores, para quienes hay todavía una fuente abierta, para que puedan continuar lavándose en ella, con todos sus excelsos privilegios, para ser limpiados.

La humildad que requiere nuestro texto (Miqueas 6:8) es una humildad que implica una constante comunión con Dios. Observen que se nos dice que debemos “andar humildemente con nuestro Dios”. No sirve de nada que nos humillemos lejos de Dios.

Nunca faltaran esas personas “muy orgullosamente humildes”, muy jactanciosas de su humildad. Tan humildes, por un lado, pero lo suficientemente orgullosas para dudar de Dios. No dignos de aceptar la misericordia de Cristo, según ellos según su falsa piedad. En realidad, ese tipo de humildad es una humildad diabólica, no la humildad que proviene del Espíritu de Dios.

La humildad que proviene del Espíritu Santo nos lleva a humillarnos ante nuestro Dios; y, amada familia de la fe, la humildad que proviene del Espíritu Santo puede concebir una humildad más elevada y verdadera. Recordemos las palabras de Job: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza.” (Job 42:5-6).

Tú y yo podremos sentirte tan grande como queramos sobre todo cuando nos alejamos de Dios; pero cuando nos acerquemos a Él, con toda seguridad sentiremos nuestra realidad, tal como lo expresa una antigua alabanza: “Entre más tus glorias deslumbren mis ojos, en un lugar más humilde me tenderé”. Podemos estar seguro de que eso sucederá así.

La condición nuestra de humildad o de orgullo puede en cierta forma un tipo de termómetro con la capacidad de medir el nivel de nuestra comunión con el Señor. ¿Recuerdan estas palabras?: “Es necesario que él crezca”, dijo Juan el Bautista acerca del Señor Jesús, “pero que yo mengüe”. Las dos cosas van juntas. Debes “andar humildemente ante nuestro Dios”.

Familia de la fe, atrévete a cumplirle a tu Dios, tenlo como tu Amigo diario, sé lo suficientemente intrépido para ir a Aquel que está detrás del velo, habla con Él, camina con Él como un hombre camina con su amigo íntimo; pero humíllate ante tu Dios.

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